jueves, 18 de abril de 2013

Noche de sexo, drogas y liberalismo austríaco.

Este texto no tiene la intención de ofender a ningún embajador de Austria. Si acaso burlarse desenfadadamente de una ideología a mi juicio complicada de defender con argumentos. 


Aquella noche quería algo fuerte de verdad. Mi imaginación no daba para más y el LSD ya no parecía ayudar, así que decidí hacerlo. Me acerqué al gueto de mi ciudad y me hice con ramo de zanahorias de la Huerta de Soto, pues me habían asegurado que “son lo más”. Aún me cuesta expresar con palabras lo que viví aquella noche, espero que este relato pueda transmitir una idea general de lo que fue mi experiencia.

Decidí que me las comería todas de golpe. Las lavé cuidadosamente y acompañé la ingesta de un par Franziskaners de trigo, ahora que lo franciscano parece que se lleva de nuevo. Me senté en el sofá y esperé.


Al poco oí que picaban a mi puerta y me levanté a abrir. Cual fue mi sorpresa al encontrarme a un señor de bigote, con pinta extraña, que montaba sobre una especie de liebre gigante. El caballero se presentó como Friedich von Hayek. Inmediatamente me comenzó a hablar de su liebre, mientras señalaba las alforjas que el animal llevaba, cargando con todo tipo de objetos comerciales. Se refería a ella como la “Liebre Mercado”, una maravilla venida del cielo que tenía la cualidad de hacer que las relaciones humanas funcionasen y todos fuésemos felices. Aunque no explicase muy bien como.


A su invitación, monté en  la Liebre Mercado y partimos los tres hacia una noche loca en la tierra de las libertades, donde el  Sr.Hayek me prometió una buena juerga con algunos de sus colegas. Entre adulación y adulación a su liebre llegamos a un bar hortera con muchas luces de colores, allí nos estaba esperando, su colega Juan Ramón “alumno aventajado” Rallo y su socio Ludwing von Mises,  junto a una enorme mano invisible, (aunque nosotros la veíamos, porque yo ya había sido tocado por la sabiduría infinita de Friedich y sabía mucho de todo eso).

Juan Ramón  se puso a hacerle la pelota a la liebre ipso-facto, le contaba chistes de conejos, el primo pequeño y poco eficiente de la liebre, al que despreciaban:


-¿Sabes cómo se caza un conejo? ¡Escondiéndose detrás de unas matas y haciendo ruidos de zanahoria!


-¿Sabes lo que es invisible y huele a zanahoria? ¡Un pedo de conejo!


Me pareció un tío bastante pesado. La mano por su parte no hablaba, aunque no dejaba de poner cosas en su sitio “para que todo esté equilibrado y todos nos podamos beneficiar de la riqueza, con  prioridad para aquellos que hagan más méritos”, me comentaba Ludwing. Por su parte Hayek estaba a lo suyo, hasta que vio a un conocido que pasaba por ahí, y le llamó, por su nombre:

-¡Mr. Smith!  ¡Adam! ¡Adam! ¡Ven aquí tronco, vamos a tomar unos cacharros!



El tal Adam miró con cara de asco y nos dedicó un sonoro:

-¡A mí no me liéis, frikis!

Seguimos bebiendo y me entraron ganas de fumarme un canuto. Salí a fuera del bar donde me dispuse a comenzar la rutina de adulteración de un cigarrillo, cuando me di cuenta de que no tenía papel. Me acerqué a un tipo que estaba fumando tabaco de liar, y le pregunté si me podría dar un papel. El individuo montó en cólera.

-¿Que te lo dé? ¿Que te lo regale? ¡Maldito socialista! ¡Yo he trabajado duro para conseguir este librillo de papeles y tú ahora quieres que comparta contigo! ¡Maldito vago busca subsidios!

Me marché de ahí sin entender muy bien al caballero, así que busqué una gasolinera donde comprar los papeles. El gasolinero me vendió los papeles y me ofreció salir fuera a fumar cada uno su canuto, sin compartir, por supuesto.  Se presentó como Aldous Huxley, un tipo elocuente y simpático que se había adaptado a la libertad imperante, se había convertido al liberalismo austriaco. Me comentó que estaba escribiendo un libro, al que pensaba llamar “Un mundo competitivo, eficiente y productivo que te cagas”. Me adelantó un pequeño fragmento de su texto:

-¿Y el método científico? -preguntó el director del centro.

Se produjo un silencio incómodo. Algunos muchachos se sonrojaron. Todavía no

habían aprendido a identificar la significativa pero a menudo muy sutil distinción entre

obscenidad y ciencia pura (praxeología). Uno de ellos, al fin, logró reunir valor suficiente para levantar la mano.

-Los seres humanos antes se basaban en... -vaciló; la sangre se le subió a las mejillas-.

Bueno, en el empirismo, verificaban sus hipótesis.

-Muy bien -dijo el director, en tono de aprobación-.
El pobre muchacho estaba abochornado y confuso.

Me despedí de Aldous y marché de vuelta al bar. Por el camino se me acercó un hombre con alzacuellos, que me empezó a dar la vara con aquellas historias de cuando Jesús de Nazaret privatizó los panes y los peces del comedor social (perdón, los liberalizó) y como el método es mucho más eficiente, se multiplicaron solos. Y hasta sabían mejor.

Llegué al bar donde vi que mis nuevos amigos, que ya llevaban una buena peonza, habían pillado cacho y se morreaban con sus respectivas chicas. La mano invisible no paraba de sobarlas a todas,  causando disturbios al no poder ver ellas al malhechor. Entonces llegó Papá Estado, un tipo gordo y muscularmente hipertrofiado. Todos en la sala parecían despreciarle y le mandaban hacer deporte para eliminar su grasa. Una mujer le acusó de que las drogas que consumía no le colocasen lo suficiente. Todos tenían algo que reprocharle, él sin duda era el gran villano, el culpable de todo. Yo estaba un poco perdido, pero evité hablar con el tipo para no ganarme la antipatía general. Papá Estado preguntó al camarero si por un casual no estaría sirviendo garrafón y cobrando a precio de oro, y el camarero le mandó a la mierda: “no tienes poder aquí, Papá Estado, vete a Cuba, ¡maricón!”

Papá Estado quiso contestarle pero dos matones a sueldo que se hacían llamar “Los Mercados” le echaron a hostias, dejándole tirado en medio de Lacalle.

“¡A los mercados servir hasta Morir!” Exclamaron unos jóvenes que se identificaban como “patriotas”, hinchados de orgullo ante la paliza que había recibido Papá Estado.

Salimos a dar un paseo, rumbo a una pizzería. Por el camino nos encontramos con gente pobre, muchos de ellos venidos del campo, donde las grandes empresas estaban despachando sus lucrativos negocios extractivos. Me llamó la atención la pobreza y el desamparo de esta gente. Miré a la mano invisible, a ver si ponía esto en su sitio también, pero estaba ocupada rascándose los cojones invisibles.  Solo reaccionó para darle una colleja a un tal Eduardo Galeano, que vino a contarnos no sé qué milongas de “la pobreza del hombre como resultado de la riqueza de la tierra”. Menudo pringao.

Llegamos a la pizzería y compramos una pizza libertad, tamaño familia del Opus Dei. Me puse contar cuantos éramos para dividirla en porciones y que tocásemos todos al mismo número, cuando  la mano invisible me proporcionó una colleja. Menudo lapsus. Como mis amigos me indicaron, la manera más justa y lógica de repartir la pizza era que nos la jugásemos a patadas en los huevos, para que los ganadores comiesen primero y lo que fuesen dejando quedase para los demás. Nos pusimos a la faena, sonrientes todos, “¡Competir! ¡Competir!”. Mismo procedimiento para los katxis de kalimotxo que nos pedimos.


Salimos a despejar un poco la borrachera, mientras yo seguía disfrutando del efecto de los productos de la Huerta de Soto, muy apreciados también por mis colegas. Nos encontramos con un individuo que iba vestido de superhéroe de la libertad.  Se presentó como Jorge Valín, llevaba un globazo de espanto... Dijo unas cuantas cosas, con poco sentido pero cierta gracia y a continuación nos invitó a teletransportarnos a Tailandia para gozar de los placeres de la jóvenes profesionales del sexo. Decidimos pasar del tema; Friedich y Ludwing ya habían pillado cacho y yo no estaba por la labor, aunque la mano invisible decidió apuntarse, por qué no.

Decidimos retirarnos al hotel y como no podíamos montar todos en la fantástica Liebre Mercado, decidieron que me jodiese y tomase el vehículo más apestoso e injusto de la galaxia: un Taxi Tobin.

El Taxi Tobin me llevó al hotel -por una cantidad injusta de dinero- y con una eficiencia mucho menor a la de la Liebre Mercado. Sentí que me robaban mi libertad de ser el más mejor.

Al llegar me metí en la cama, pero sorpresa… mi sueño se veía interrumpido por los gemidos y demás sonidos sexuales de mis compañeros de aventuras, que habían decidido competir a ver quien conseguía hacer gozar más a su respectiva pareja, porque de otra manera no lo conseguirían hacer bien, nadie disfrutaría y moriríamos todos. Sin competencia no hay nada, explota el mundo.

En ese momento sentí una caricia en mi muslo y me giré… la mano invisible, insaciable, estaba en mi cama y me intentaba seducir, mientras una voz parecía susurrarme al oído “laissez faire, laissez passer”. Comprendí que lo mejor para mi felicidad y prosperidad era dejarme llevar por su amor libertario y que ella hiciese el trabajo, que es la que entiende de esto. Apagué la luz y le dejé tomar la iniciativa.

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