miércoles, 30 de abril de 2014

Una cabeza de turco para una sociedad racista.



El pasado fin de semana sucedió algo tristemente usual en los campos de fútbol. Un aficionado lanzaba un plátano a un futbolista mulato y latinoamericano, a lo que éste respondió comiéndoselo. Le estaba llamando “mono”.

A partir de ahí, las redes sociales han estallado de solidaridad con el futbolista insultado y vemos a cantidad de personajes del fútbol y demás famosetes comiendo plátanos delante de la cámara para “mostrar su rechazo al racismo”.

No recuerdo haber visto las mismas muestras de solidaridad cuando hace poquito tiempo al menos 15 personas murieron ahogadas mientras la guardia civil les disparaba pelotas de goma y presuntamente les gritaba “vamos, cabrones!”. ¿Hubiese sido igual de haber sido los muertos blancos y españoles? ¿Y si hubiesen sido igual de negros, pero ricos y famosos?

El futbolista, por supuesto, tiene la oportunidad de señalar con el dedo públicamente al funesto lanzaplátanos. Las víctimas de las redadas racistas que semana tras semana atacan la dignidad y la libertad de nuestros vecinos más desfavorecidos no tienen esa oportunidad. Tampoco veremos la foto de los agentes implicados.

El futbolista podrá seguir con su vida de lujos, y gozar del apoyo y cariño popular. No es el caso de los niños africanos que son traídos a Europa por clubes que esperan sacar provecho de ellos, y llegan algunos a acabar en la calle si por un motivo u otro su progresión se tuerce. Es el auténtico tráfico de esclavos del siglo, la mercantilización definitiva de seres humanos, pero no parece despertar el mismo rechazo, ni la misma expectación, ni los clubes toman medidas tan tajantes –el lanzaplátanos ha sido vetado de por vida en su estadio- ni moviliza a tantos altos directivos para expresar su total condena… 

 
El cuerpo del delito





Llama también la atención el rechazo que la hazaña platanera provoca en las redes sociales, y yo que tengo vocación de Pepito Grillo no puedo evitar acordarme de que muchos de esos solidarios son las mismas personas que gustan de tirarse esos “yo no soy racista pero... (introduzca una declaración racista aquí)”, o te salen con aquella queja contra los sudacas de la compañía telefónica, porque nunca le llama ninguno que sea español, lo cual se entiende como algo malo, malísimo. 

Tampoco recuerdo ver a ninguno de esos filántropos de medio pelo decir una palabra más alta que la otra sobre el constante atentado contra los derechos humanos que suponen los Centros de Internamiento de Extranjeros (CIE) en nuestro país, cuyas condiciones son tan inhumanas como racista es el criterio por el que una persona puede acabar ahí.

Vivimos en una sociedad racista y clasista. Es lo que intento decir. Dani Alves –el futbolista- recibe ese respaldo por ser famoso y rico. Un Dani Alves pobre y desconocido al que le tirasen un plátano en el patio del colegio no recibiría esa avalancha de solidaridad oportunista. Y no lo interpretemos como un problema estatal, pues es un problema global. No conozco país donde el racismo no esté presente. Este artículo podría haberse hecho sobre EEUU y las declaraciones del dueño de una franquicia de la NBA, que han provocado el mismo rechazo, en una sociedad donde ser negro, blanco o hispano supone una diferencia importante, como demuestran las estadísticas sociodemográficas. O sobre sucesos similares en casi cualquier país del mundo, aunque no todos tengan esa vocación para el espectáculo sensacionalista, algo tan de aquí como los botijos.

Pero el caso es que frente a la crudeza de hacer un ejercicio de introspección social que nos descubra como una sociedad racista, es mucho más cómodo elegir una cabeza de turco, alguien a quien dedicar nuestro orwelliano minuto de odio. Alguien como nuestro desgraciado lanzaplátanos, alguien a quien linchar públicamente, todos a una, para ocultar nuestras vergüenzas, encabezados por los mismos poderes fácticos del establishment que ponen vallas y cuchillas en la frontera. Los mismos que promueven la islamofobia. Los mismos que tachan de gorilas a los presidentes latinoamericanos. 

Si, aún somos una sociedad racista. Y muy hipócrita.

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